Edad antigua, término que corresponde a un periodo cronológico delimitado entre la prehistoria y la edad media, de acuerdo con la interpretación lineal del tiempo y la división cuatripartita de la historia forjada por la visión de Europa como centro cultural de la modernidad.
Dicha división es el resultado de la propia historia europea, y más concretamente del devenir histórico de la Europa occidental. En la formulación del concepto de antigüedad, sus connotaciones originarias derivan de la visión negativa que de la edad media, como época oscura entre dos edades de oro, se tenía durante el renacimiento. Aquella división en un principio se fundamentó en criterios filológicos y se plasmó en el ámbito de la historiografía a partir de la obra del erudito alemán Cristopher Keller, más conocido como Cristophorus Cellarius, titulada Historia antiqua, publicada en 1685. La noción tradicional de antigüedad o de lo antiguo, como asimismo de lo medieval o de lo moderno, sigue conservando un valor referente, aunque fue objeto de una profunda revisión crítica por parte de los historiadores a lo largo del siglo XX, tanto en la determinación de sus límites como en la concepción de sus contenidos.
LOS LÍMITES DEL MUNDO ANTIGUO
Aceptado convencionalmente el concepto de edad antigua, las discusiones sobre sus límites siguen siendo objeto de controversia, aunque desde esa perspectiva eurocéntrica, la determinación de los mismos no se atiene únicamente a la determinación de cesuras, establecidas por acontecimientos políticos significativos, sino a la consideración de los cambios de carácter estructural en aquellas sociedades y la valoración, por tanto, de los procesos de transición. Unos procesos difíciles de determinar en su conjunto por la asincronía y la heterogeneidad de las sociedades del mundo antiguo.
La determinación de los inicios de la historia antigua se ha trazado tradicionalmente por la aparición y consolidación de una serie de fenómenos y procesos tipo, constitutivos de lo que entendemos por antigüedad, tales como la sedentarización y la creación de las ciudades, la aparición de una organización social más compleja (relativamente asimilable al actual concepto de Estado) y el inicio del uso de la escritura. Este último criterio no ha sido considerado sólo como marca del comienzo de la edad antigua desde un plano metodológico, es decir, por la irrupción de las fuentes escritas en el estudio de la historia frente a la exclusividad de las fuentes arqueológicas para el conocimiento de la prehistoria, sino por lo que supone el uso de la escritura en sí misma como instrumento de poder y de organización, como forma de expresión y el modo en que refleja el cambio en la concepción del mundo, vinculados a los procesos anteriormente enunciados.
A partir de estos criterios, los datos arqueológicos disponibles sitúan el inicio de la antigüedad en Oriente Próximo y en Egipto hacia finales del IV milenio a.C., mientras que en Grecia y Roma se situaría a mediados del II milenio a.C. y a mediados del I milenio a.C., respectivamente.
El final de la antigüedad y la transición hacia el medievo viene trazado, del mismo modo, por la transformación y disolución de algunos elementos constitutivos esenciales del mundo antiguo, de forma preferente en el marco del Mediterráneo. Resultan, por tanto, arbitrarias las fechas comúnmente utilizadas para situar sus límites finales; como el Concilio de Nicea del año 325 atendiendo a la emergencia del cristianismo, la presencia de los godos en Occidente desde el 376, la división del Imperio romano en el 395 por Teodosio I el Grande y la diferente dinámica evolutiva de Occidente y de Oriente, o el destronamiento de Rómulo Augústulo en el 476 y la consiguiente desaparición del Imperio de Occidente; sin su adecuada contextualización en los procesos que concurren en esa transición a lo largo de los siglos IV y V d.C.
La crisis del mundo urbano, como expresión de la agonía de un modelo económico basado en la esclavitud, y la merma en su eficacia política y administrativa, la búsqueda de alternativas en el ámbito rural, el debilitamiento de la estructura política en torno al emperador y la fragilidad de la unidad imperial, el avance del cristianismo frente al paganismo como religión predominante o las invasiones de pueblos nómadas procedentes del continente asiático, ilustran la extraordinaria complejidad en la que se diluyó el mundo antiguo y se perfiló para los europeos un nuevo horizonte cronológico.
LOS RASGOS Y LOS ESCENARIOS DE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA
Los aproximadamente treinta y cinco siglos que abarca este amplio periodo histórico se han circunscrito tradicionalmente a una geografía clásica delimitada entre el Mediterráneo y el Oriente Próximo, lo que evidencia el relativismo de este criterio cronológico al extenderlo a otras áreas del globo, como India o China. La historia del denominado “mundo antiguo”, a pesar de esa regionalización, presenta una gran heterogeneidad como consecuencia de su dilatada duración y la gran variedad de pueblos y civilizaciones que asumieron con mayor o menor transcendencia su protagonismo histórico. Por todo ello, aspectos genéricos como la persistencia de un sistema socioeconómico basado en la esclavitud, donde la agricultura y la ganadería, junto con la actividad comercial, conforman los pilares de la estructura económica; la configuración de formas estatales teocráticas; la aparición de las primeras ciudades-estado y la conformación de los primeros estados territoriales, bajo la impronta de “imperios universales”; o el excepcional papel desempeñado por las religiones (tanto de signo politeísta como monoteísta), por sólo citar algunos, presentan una riquísima variedad de matices al descender a cada caso particular. La complejidad para el conocimiento de la antigüedad clásica es mayor, si cabe, en la medida en que estos pueblos y civilizaciones “históricos” se encuentran en continuo contacto con sociedades que consideramos en situación “prehistórica”.
La historiografía tradicional ha polarizado el estudio del mundo antiguo hacia tres escenarios geohistóricos prioritarios: el Oriente antiguo, especialmente las civilizaciones del denominado Creciente Fértil (básicamente la región de Mesopotamia); y la Grecia y la Roma clásicas, sobre cuyos ejes se articulará una verdadera historia unitaria del Mediterráneo antiguo.
El Oriente antiguo
Desde finales del IV milenio a.C., las civilizaciones más desarrolladas aparecieron o se desarrollaron en torno a los grandes ríos del Creciente Fértil, esto es, el Tigris y el Éufrates (la región de Mesopotamia); y el río Nilo; a los que habría que añadir los ríos Kārūn y Karjeh, en el caso de la civilización de Elam.
En Mesopotamia, las primeras ciudades-estado, gobernadas por sistemas políticos teocráticos, y los primeros intentos por crear imperios de vocación universal tuvieron lugar a lo largo del III milenio a.C. por sumerios y acadios. Al auge de las primeras ciudades-estado sumerias seguiría el periodo acadio, que en muchos aspectos continuaría las prácticas políticas de las ciudades sumerias, pero con predominio de la etnia semita, y que bajo el reinado de Sargón I (c. 2335-c. 2279 a.C.) daría lugar a la fundación del primer Imperio que englobó a toda Mesopotamia. Aquellas pretensiones unificadoras, desde la base de la ciudad-estado, persistirían más adelante a finales de dicho milenio con la III Dinastía de Ur; en el II milenio a.C., con el Imperio asirio antiguo, el Imperio paleobabilónico, cuyo cenit se alcanzó durante el reinado de Hammurabi, y el Imperio asirio medio; y en el I milenio a.C., con el Imperio asirio nuevo, el Imperio neobabilónico y el Imperio persa Aqueménida, cuyos confines se extendieron desde Asia Menor hasta el valle del Indo, entre los siglos VI y IV a.C.
La conformación de aquellos vastos estados territoriales, sobre los que se ejerció un intenso control económico y político-militar, fue acompañada de una progresiva complejidad en las estructuras administrativas, cuyos primeros baluartes se encuentran en los primitivos templos de las ciudades-estado sumerias y acadias, hasta alcanzar unas estructuras más sofisticadas, como el eficiente sistema de administración del Imperio persa, a través de las satrapías y un rápido sistema de comunicaciones y un poderoso ejército.
En el otro vértice del Creciente Fértil, el Nilo será el elemento determinante en el desarrollo de la civilización egipcia que desde principios del III milenio a.C. logró crear una entidad estatal que materializó la unión del Alto y el Bajo Nilo. En su desarrollo cronológico, la historiografía suele distinguir tres periodos: el Imperio antiguo (dinastías I a VI), en el III milenio a.C.; el Imperio medio (dinastías VII a XII), entre finales del III milenio y la primera mitad del II; y el Imperio nuevo (dinastías XIII a XX), desde mediados del II milenio hasta el primer cuarto del I milenio a.C. La edificación de los sucesivos imperios se estableció, con lógicas diferencias según los periodos, sobre la base de una fuerte monarquía teocrática, la formación de un potente ejército y una eficaz administración centralizada.
Los confines de Asia Menor y la franja costera dieron lugar al desarrollo de importantes núcleos de civilización, como el Imperio hitita en la primera o los semitas occidentales (arameos, hebreos y fenicios entre otros) en la costa mediterránea, pero generalmente fueron zonas bajo el influjo, cuando no el control directo, de las grandes potencias hegemónicas de la época.
La Grecia antigua
A diferencia de las grandes civilizaciones orientales, de carácter esencialmente continental, terrestre y agrícola, la civilización griega fue básicamente marítima, comercial y expansiva. Una realidad histórica en la que el componente geográfico desempeñó un papel crucial en la medida en que las características físicas del sur de la península de los Balcanes, por su accidentado relieve, dificultaban la actividad agrícola y las comunicaciones internas, y por su dilatada longitud de costas, favorecían su extraversión hacia ultramar. Un fenómeno sobre el que incidirían también de forma sustancial la presión demográfica originada por las sucesivas oleadas de pueblos (entre ellos aqueos, jonios y dorios) a lo largo del III y II milenios a.C.
Tras las civilizaciones minoica y micénica, en los siglos oscuros (entre el XIII y el XII a.C.) la fragmentación existente en la Hélade constituirá el marco en el que se desarrollarán pequeños núcleos políticos organizados en ciudades, las polis. A lo largo del periodo arcaico (siglos VIII al V a.C.) y del clásico (siglo V a.C.), las polis fueron la verdadera unidad política, con sus instituciones, costumbres y leyes, y se constituyeron en el elemento identificador de una época.
En el periodo arcaico ya se perfiló el protagonismo de dos ciudades, Esparta y Atenas, con modelos de organización política extremos entre el régimen aristocrático y la democracia. La actividad de las polis en ultramar fue un elemento importante de su propia existencia y dio lugar a luchas hegemónicas entre ellas y al desarrollo de un proceso de expansión colonial por la cuenca mediterránea. La decadencia de las polis favoreció su absorción por el reino de Macedonia a mediados del siglo IV a.C. y el inicio de un periodo con unas connotaciones nuevas, el helenístico, durante el cual la unificación de Grecia daría paso con Alejandro Magno a la construcción de un Imperio, que sometió a los imperios persa y egipcio. En opinión de algunos especialistas, en esta fase la historia de Grecia volvía a formar parte de la historia de Oriente y se consumaría la síntesis entre el helenismo y el orientalismo.
El mundo romano
La civilización romana, basada también en el desarrollo del mundo urbano, evolucionará desde una ciudad-estado hacia la conformación de un extenso Estado territorial cuyo eje será el Mediterráneo, contribuyendo a su unitarismo histórico y a su uniformidad cultural.
En sus orígenes, a mediados del siglo VIII a.C., Roma se configuró políticamente como monarquía y se produjo una paulatina diferenciación entre patricios y plebeyos. Estas constantes se mantuvieron bajo el dominio etrusco, pero el debilitamiento de éste y la eliminación de la figura del rey por los propios patricios a finales del siglo VI, inauguraría el periodo de la República. Un periodo caracterizado por la lucha entre patricios y plebeyos que culminó con el reconocimiento de la igualdad de derechos a estos últimos. El sistema político canalizó la distribución del poder a través de tres instituciones: las asambleas populares, los magistrados y el Senado.
La consolidación del poder de Roma se concretó en un proceso de expansión territorial que tuvo como escenarios la península Itálica a lo largo de los siglos VI y V a.C., el Mediterráneo occidental tras las Guerras Púnicas a lo largo de los siglos III y II a.C., y el Mediterráneo oriental entre los siglos II y I a.C. Las transformaciones de Roma culminaron en la crisis del sistema republicano, la creación del principado de Augusto y el consiguiente Imperio romano. Los límites de éste se acrecentarían durante sus dos primeros siglos de existencia, para entrar en un proceso de declive desde el siglo III d.C., en el que confluyeron multitud de factores (políticos, socioeconómicos, religiosos y migratorios, entre otros), cuyas consecuencias comenzarían a anticipar muchos de los elementos determinantes de la edad media en Europa.
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